Desde que pongas un pie en la capital colombiana, el sometimiento por tu forma de hablar, mirar y hasta regatear va a hacer un factor que los cachacos locales con mejillas rojas y hablado rolo pegajoso abusaran no de los extranjeros si no de sus coterráneos colombianos. En una travesía “no frost” en la nevera colombiana, me arriesgue a sufrir un simple resfriado desde que decidí agarrar la manilla para abrir la puerta de la nevera, aspirar un frio aburrido y tomar agua de panela sin queso. Al llegar a la caja del terminal (pésimo el estado del terminal capitaleño y ojo Cúcuta, por cierto Bucaramanga tiene el mejor terminal de Colombia) me dispuse a reportarme a la recepción de Hotel Mamá International, para confirmar mi llegada sana, salva pero con vomito esperado por no tomar mareol de mi compañera de puesto.
Amablemente, con todo el cuerpo encogido por el sereno del frio, pedí como es normal un movistar en un local de ventas de chucherías típico de un terminal. Amarrado con una cadena de más o menos dos metros de largo, me alcanzaron un Nokia 1100, marque el número de la recepción, dialogue con la recepcionista, oprimí el botón rojo para colgar y arrojo en pantallazos el cronómetro de la llamada, 1:27, equivalente a dos minutos, devolví el celular, metí las manos a los bolsillos para sacar monedas, pero con una voz de robo o asalto el hombre de los minutos me sentenció: - Son ochocientos pesos. Con media sonrisa y pase de saliva, le respondí: - No no no no, está equivocado, solo fueron dos minutos. Y con una frase más que abusiva un tanto retadora y sin dejarme opciones de alegar, finalizo: - El minuto cuesta cuatrocientos, y… ¿qué?
El estándar de precio de un minuto cerca a la universidad, en el barrio, en la calle, en la parada de buses y demás, atendido por un joyero, no por los anillos, dijes, pulseras, collares, sino por las cadenas atadas a los celulares, donde se sientan en una mesa de madera con un letrero verde fluorescente o naranja, es la modesta y módica suma de cien pesos, pero creo que este abusivo vendedor de la nevera capital colombiana me aplico el método de marketing S.E.M (Según El Marrano).
Como si fuera poco, después de ese shock emocional, al siguiente día después de realizar las diligencias en la embajada do Brasil, se tuvo la sapiencia infortuna para caminar, conocer las calles y corredores de la nevera, con tan mala suerte que el anochecer más lo desconocido en tan enorme metrópolis, nos trajo un par de amigos de lo ajeno en plena avenida Boyacá como salidos de la nada, tan ágiles como el Chompiras y Peterere, se acercaron a quitarme las llantas de los pies, basándose en amenazas verbales, groserías con pucheros pero sin nada en las manos, con alucinógeno estado e intención de dejarme no rodar, pero gracias a la diplomacia y el hablado no golpeado si no golpeando santandereano, ese par de individuos dieron un paso atrás. La hora y la falta de GPS obligo a abordar un amarillo, pues el Trasmilleno es una odisea que ni el mismo Homero se atrevería a realizar en cueros. Sin pensarlo dos veces y con el afán de llegar pronto a el cálido hospedaje de la quillera más linda de la nevera, el único compartimiento en la nevera donde lo frio es cálido, lo amargo es dulce, el agua de panela se convierte en Smirnoff y por si fuera poco ella tiene las curvas que le faltan a la figura rectangular de la nevera. En la espera de casi veinte minutos se detuvo un taxi, con dirección dicha, escrita desde un cartón, el conductor giro, freno, acelero, daba vueltas por calles, avenidas y autopistas hasta llegar al destino. Sentado en el puesto trasero, pregunte: - ¿Cuánto es? A lo que me respondió con una cifra incalculable, - $ 18.000. Inmediatamente apele al cobro para regatear ante semejante suma de precio que cobro no esa limosina si no un Renault 9, lo único que se me ocurrió por enojo fue refutarle sarcásticamente: - Usted querrá hacerme el paseo millonario pero conmigo un paseo de olla. Con carcajada instantánea, cruceta en la mano el conductor bajo el costo de la carrera a $ 15.000.
Si vas para la nevera, no solo lleves manteca de cacao, mareol, buen abrigo si no tu propio taxímetro.
A los pocos días me convertí en un zombi, pero gracias al pronto regreso a mi ciudad, cerré la puerta de la nevera y reviví. En la nevera… me tumbaron.
Con el rabo entre las patas, viendo los zombis vegetales que habitan en la nevera capital colombiana, pues en la cotidiana vida, ellos se levantan dos horas antes para llegar a cualquier destino, se bañan casi bajo cero, se congelan, se convierten en alienígenas y se olvidan del recurso humano, no ven un mundo armonioso detrás de todo. He llegado a una conclusión de 24 pies, ellos en la nevera viven para trabajar y nosotros en la hamaca vivimos para disfrutar, gozar y siempre adelante, ni un paso atrás.
Dedicado a: La memoria de los zombis que habitan en la nevera. Fuerte abrazo para la quillera Victoria Mejía y mi compañera de puesto Neyla Villarreal (lo siento por alcanzarte la bolsa del queso y jamón para que regurgitaras en ella, fue el único recurso). En Copetran se siente un mariposario.